La distinción en el vestir
Cada detalle refleja a una persona. En el caso de los escritores, ¿cuánto nos dice su modo de vestir de su impronta y de su escritura?
Alan
Castro Riveros
El
otro día, en una ch´alla, una amiga
de cuidadoso vestir comentaba su preocupación en torno al triste ajuar con el
que los “artistas bolivianos” trajinan
por las calles y los salones de la ciudad. Tal preocupación ajena fue zumbando
por aquí y por allá hasta detenerse en algunas imágenes precisas: la cebolla en
el ojal de Arturo Borda, el saco de aparapita de Jaime Saenz y la camisa de
Jesús Urzagasti.
El botonier de Arturo Borda
Borda
no se hacía hacer ternos a medida y la decisión de usar una cebolla de botonier
era su única y efectiva medida. Lo que sí le gustaba era el chaleco, pues según
Saenz, le servía para guardar el lente y
el lápiz, así como innumerables talismanes y otros objetos. Por eso mismo
todos sus chalecos estaban gastados.
Recordemos
que Saenz se refiere a la cebolla a
manera de flor cuando cuenta que Borda se hallaba en el mejor de los mundos
aquí en La Paz aunque muchos huían de él
como de la peste. De tal manera, en el retrato de Vidas y muertes, la cebolla en el ojal resalta por su cualidad
repelente; como si el Toqui Borda hubiese tomado la decisión de vestir aquel
botonier para hacer y deshacer sin que nadie lo importunase. La divina máscara
de la locura es evidente en ese detalle sencillo y cabal.
En
otras palabras, nadie distinguía a Arturo Borda por ser distinguido, sino que él se distinguía por estar al otro lado de la
distinción. Luego lo distinguirían por ser distinguido en Nueva York, lo cual
–vergonzosamente- recién lo hacía distinguirse en su ciudad natal. Todo ese
vaivén puede verse ahí: en la brutal humildad de una cebolla en el ojal.
Por
otra parte, en La miseria [El Loco
II, 451], Arturo Borda habla sobre la burla que causa la pobreza en círculos
propios a la cultura intelectual y moral.
Por eso aquella pobreza... –continúa-
para poder vivir disimulada, sin el
cilicio de la burla, tiene que ocultar su educación en la ostentosa brutalidad
que sugieren el hambre y el harapo.
Más
adelante, en esa misma página, Borda se refiere precisamente a la elegancia y
la distinción: Mientras el chic, la elegancia, la distinción, no
salgan de la íntima bondad del alma, es inútil estar estudiando los gestos que
tal cosa significan, pero que no son.
Ya que no puedo sacarme el
cuerpo, por lo menos me sacaré el saco
La
cuestión de la simulación en los salones culturales y veladas literarias es un
tema ampliamente tocado en la obra de Jaime Saenz. Sin embargo, aunque el saco
de aparapita es la ropa que más rápidamente asociamos con su obra, vale la pena
recordar esta pequeña descripción vital que de él hace su amiga Blanca
Wiethüchter en Memoria solicitada (1992):
Cuidaba su vestir (cada arreglo
personal lo llevaba mínimo una hora), le gustaba verse bien, le gustaba
perfumarse y usaba una colonia de la Casa Guerlain, que era una delicia.
Aquí
podríamos decir que la crítica de Saenz a los distinguidos simuladores no se
concentraba en la puerilidad de “el buen vestir”. El deseo de poseer un saco de
aparapita va más allá de una crítica a las escuálidas noblezas de salón.
En
este sentido, si tomamos como ejemplo Felipe
Delgado (1979), el personaje que da nombre a la novela se distingue de los
personajes que comparten con él en la bodega -donde por momentos parece un
extranjero.
En
el capítulo XI de la primera parte de Felipe
Delgado [p. 142] -allí donde asistimos a la propuesta que Delgado le hace a
Fortunato Condori para comprarle el saco-, cuando los aparapitas son invitados
a la mesa, todos se ponen a hablar en aymará menos Delgado, quien se ve
obligado a pedir que hablen en castellano para no quedar privado de la
conversación.
Casi
al final del mismo capítulo, la conversación entre Felipe, el señor Beltrán, el
Delicado y Peña y Lillo -en ausencia de los aparapitas y luego de que Felipe ha
manifestado que se siente un simulador por querer el saco del aparapita- deriva
en una perorata en contra de los simuladores y en una apología del aparapita.
En este punto Felipe Delgado habla sobre la altura que distingue a los
aparapitas, cuyo saco es la obra de una vida y no el modelo de un impostor: Aquí la única altura y la única elevación
consiste en el orgullo del aparapita. Yo digo: en lugar de hablar y perorar y
cuidar sus viditas, nuestros literatos y nuestros letrados deberían tratar de
meditar seriamente sobre el aparapita. Pero no lo hacen porque temen mirarse
frente a frente, y por eso prefieren condolerse a cada paso. Y así se pasan la
vida, dice y dice, cuidando sus viditas, sus ropitas, sus abriguitos y sus
casitas, haciendo venias a diestra y siniestra y muertos por congraciarse con
gil y mil.
Para
Saenz, toda obra que no sea un engendro orgánico de la vida es inmediatamente
una impostura. No importa que los literatos se vistan bien o no; lo importante
es que vean ese saco que parece haber salido de las entrañas infernales de lo
real.
La
camisa
Según
me contó mi amiga Sulma Montero, una de las tareas más difíciles a la hora de
esculpir la estatua de Jesús Urzagasti -que ahora está a orillas de la plaza
del Montículo- fue la hechura de los pliegues de su camisa. Allí se cifraba una
respiración, un ritmo y un esternón.
En
la ch´alla de El último domingo de un caminante (2003), Jesús Urzagasti contó que
el preámbulo a la escritura de aquella novela había sido una incipiente trama desatada
por la memoria de ciertas prendas de vestir entrañables con las que andaban los
que se fueron y los que volvieron. Como ejemplo, mencionó una camisa vestida
por un jovenzuelo.
En
Senderos (2016), su libro póstumo de
poesía, sabemos de otra camisa, una que por momentos parece aquella que le da
el talante de profesor rural a Martín Gareca, el protagonista de El último domingo de un caminante. En
esta novela, Martín (chaqueño de nacimiento) llega de La Paz a Las Conchas (en lo profundo del Gran
Chaco boliviano) y se distingue de los demás por sus lecturas, viajes y talante
citadino. Esto no lo priva de conversar con aquellos seres iluminados por una
vida a la intemperie.
Con
la certeza de que en todos lados hay personas que viajan en busca de sus seres
queridos, el protagonista de El último
domingo de un caminante ingresa en los imparables meandros de una
conversación que le revela la savia que corre por el palosanto en el que alguna
vez los indígenas ataron a un forastero para comprobar su buena fe.
Algo
de esa savia resuena y se despliega imperceptiblemente en La camisa, el poema de Senderos:
Nunca me presté una camisa / no hubiera
de ocurrir / que me pusiera la del hombre feliz.