Poesía y traducción
La autora narra –desde la emoción que causa la poesía- un encuentro de vates en México, en el que estuvo el boliviano Gabriel Chávez.
Moira Bailey J.
Después de recorrer parte de la antigua casona en la que
Octavio Paz viviera sus últimos días, cruzar el jardín
y ubicar la fila en que me tocaba sentarme, estaba ya lista para escuchar a
algunos de los poetas invitados al Encuentro Internacional de Poesía Coyoacán.
La mesa, integrada por ocho poetas de diversas partes del
mundo, ya había empezado. Era el turno del marroquí Jalal El Hakmaoui quien leía un poema largo. Al
término de la lectura de cada uno de los poemas, al igual que sucedería con
todos los poetas de idiomas extranjeros, aparecía otra persona que empezaba a
leer la versión española. Entre tanto, una chica hacía otra traducción, esta
vez al lenguaje de señas.
Cuando me di cuenta, estaba completamente absorta, pero antes
que en el ritmo del poema en árabe, que me atraparía después, en los movimientos
de la chica que iba haciendo una mutación armónica de los sonidos a los gestos
espaciales, hacia una suerte de expresión visual.
La magia, es un hecho, sale de donde nadie se la espera,
por eso me quedé mirando los brazos y las manos de aquella chica que había
logrado integrar la sonoridad del poema a sus movimientos, o sus movimientos a
la sonoridad del poema; se había logrado subir al poema, regalándole fuerza y
vigor de forma inesperada y tal vez sin siquiera darse cuenta.
La expresión de este lenguaje no estaba conformada, como
algunas otras veces, por el dibujo de las letras del alfabeto hecho con los
dedos, no, en este caso la chica se iba al origen de las ideas para expresarlas
con gran plasticidad. Me hizo recordar los ideogramas chinos, o pensar en la
lengua maya que conozco poco, pero que siempre me ha gustado por ser tan estética
y gráfica: una bolita significa uno; dos bolitas: dos; tres bolitas: tres:
cuatro bolitas: cuatro, contradiciendo la lógica de los números romanos que viene
rápidamente a rondar nuestro pensamiento al ver la repetición de un símbolo numérico
tres veces.
Estábamos frente a un ejercicio de traducción múltiple y
de gran vuelo, pues sucede naturalmente, en el momento y sin necesidad de dejar
rastro alguno. Se pasa de forma inmediata de las sonoridades del español a un
lenguaje simbólico que muestra la cosa, no el nombre de la cosa como estamos
acostumbrados, lo que es desde ya grandioso, pues la chica escucha con el oído
y expresa con las manos, los brazos y a veces hasta con una cadencia de todo el
cuerpo.
Se trata de un lenguaje que hermana a los suyos, pero sin
dejar a los demás completamente fuera, como hacen cruelmente los idiomas. Es un
lenguaje que como todos, ha sido planeado, elaborado, unificado y puesto en uso
por un grupo específico, grande o chico, de personas o sus coterráneos de otras
épocas.
De pronto terminó la traducción y el poeta comenzó la
lectura de un nuevo poema. La chica se quedó quieta esperando que iniciara la
traducción al español para ella empezar su propia versión dibujada. Maravilloso
sería, pensé en ese momento, que la chica continuara moviendo sus delgados bracitos,
es decir, que fuese capaz de entender árabe y traducirlo al lenguaje de las
señas correspondiente a ese idioma (porque cada lenguaje de señas tiene su
lógica y corresponde al idioma que representa), pero eso ya era mucho pedir.
“Ni siquiera
una pésima traducción mata del todo a un buen poema”, dijo alguien justo cuando yo pensaba en la chica y en el hecho de poder
acercarme a los poemas de un poeta de Casablanca por una ventana que jamás hubiera
imaginado.
El numeroso público y la calidad de los poetas invitados creaban
un buen ambiente para reflexionar sobre la magia que encierra la poesía y también
la traducción, y sobre los momentos en los que sus caminos se entrecruzan.
Volví entusiasmada al día
siguiente a ver si salía otro conejo de la manga de algún poeta. Escuché voces
de Macedonia, China, Suecia y Perú. Eran tantas las ideas y las imágenes, que
hubiera querido que mediara más tiempo entre poeta y poeta, pero no vale
quejarse.
La bella tarde de invierno oscurecía lentamente cuando llegó
el turno de Gabriel Chávez Casazola. “Para
esta noche, quiero algo luminoso” me había comentado horas antes con una
sonrisa. No es de extrañar que deseara algo luminoso un poeta que lo que busca,
además de expresar el paso del tiempo, es justamente iluminar las cosas y los
pensamientos.
Gabriel le canta a los pájaros, a la infortunada amante
de Orión que se vuelve sombra cuando éste incumple la condición de no mirarla
hasta sacarla del infierno, donde había ido a rescatarla después de que el
veneno de una víbora la mandara al inframundo.
Habla de las visitas de los fantasmas, de la lluvia
resignada que cae sobre los patios. Apuesta por la construcción, por la
renovación, por el amanecer. En Canción
para la sopa el tiempo y la distancia física se asimilan encogiéndose y
agrandándose mutuamente. Sus sensaciones infantiles fosilizadas primero, para
ser expresadas tanto tiempo después, con la claridad que sólo puede dar la
tristeza, hacen pensar a momentos en el gran Vallejo. Todos somos alguien,
todos tenemos cabida y el vacío que deja el que se ha marchado, se convierte en
un espacio imposible de borrar.
Sus imágenes son cálidas y cercanas, aunque muchas vengan
de lejos, del Tíbet tal vez, el punto más lejano al que los bolivianos podemos
llegar en la tierra en la que todos vivimos y cuyas dimensiones creemos conocer.
Aparece un palacio de jade, ¿o será sólo la idea que
tenemos de lo que podría ser un palacio de jade? Una vez más, es la cosa misma,
no sólo el nombre de la cosa. Un templo de Kioto, las entrañables acequias del
campo de nuestro país. La mañana se
llenará de jardineros” es el último verso de un poema que le canta al
amanecer que prosigue al dolor, que habla de luz y de pájaros y de plantas que
se suceden infinitamente.
Su poema No es
ciertamente paradójico. No exalta la belleza como cosa dada, sino a aquel que
es capaz de encontrarla. Está en “las
líneas nerviosas diminutas que conectan el ojo con la mente. Es un exordio
a la vida, a la personalidad de cada día, a las cosas que existen en el mundo,
a quienes saben amarlas y a la continuidad.
Escuchar estos poemas fue una bella manera de cerrar la
segunda tarde de un evento sumamente concurrido, de una reunión de poetas emblemáticos
y también noveles, con las más diversas sonoridades y planteamientos. Un encuentro
que ha servido de agradecido remanso, pero que también fue, sin duda alguna, un
acto de resistencia a la zozobra y la tristeza que se han apoderado de México.
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