domingo, 31 de mayo de 2015

Letra sincrónica

La presencia de Tamayo

El espectro de Tamayo presente, entre nosotros, en pleno siglo XXI; una lectura de la puesta en escena de Percy Jiménez.

 
Uno de los protagonistas de Tamayo. (Foto: Carlos de Águila)
Alan Castro Riveros

¡Ay del Reino de la Bestia cuando en su seno nace un 
corazón justo y una inteligencia verídica: 
es el Dies Irae de su sombrío imperio!

Franz Tamayo, El Reino de la Bestia


El espectro de Tamayo
En primer lugar, habrá que decir que a Franz Tamayo nadie le tuvo que rendir pleitesía y él no rindió pleitesía a nadie. Él conocía la putrefacta factura de los halagos y el porfiado venenito de las acusaciones. Es por eso que, cuando Felipe Delgado -al finalizar la primera parte de la novela homónima de Jaime Saenz- levanta la cabeza después de hacerle una reverencia, se percata de que Franz Tamayo ha desaparecido.
Agudo observador del indio y del cortesano, Tamayo recorría en sí mismo -con idéntico carácter- todos los matices de la paleta social de Bolivia, y allí reconocía sus más arraigados lenguajes.
Para tal efecto, le bastaba con ir de sus tierras a algún palacio y pasar de pronto por la casa solariega. Misterioso y con autoridad por aquí, menospreciado e ignorado por allá, Tamayo era la encarnación resuelta de una contradicción genética que con su nacimiento se hacía palpable en cada miembro de la sociedad boliviana.
Atento a las voces y temperamentos de aquel caos fragmentario, Tamayo estaba llamado a reconocer, hilar y trastocar la integridad de su país. Tal el espectro político (pensador de la polis) que en Tamayo deviene ineludiblemente poético y, por tanto, frontalmente despiadado con la Bestia. Y tal el espectro que el colectivo dramatúrgico Textos que Migran ha hecho reaparecer en La Paz el pasado 23 de mayo.

Tamayo
La apuesta de Percy Jiménez, el director de la obra titulada sencillamente Tamayo, es francamente lúcida. No ofrece una imagen cerrada de aquel titánico poeta, y decide abrir su nombre en un efervescente espectro de voces contradictorias, ya sean cavilosas, defensivas o disimuladamente desesperadas que, entre todas, rondan alrededor de un espíritu que interpela cualquier definición.
Esta interpelación irrenunciable -que en Tamayo es vertebral- posibilita la encarnación de una voz de ultratumba que canta para que las otras voces continúen con las excavaciones en busca de su propio aliento.
De tal manera, la opción por la polifonía revela que la lectura de Franz Tamayo no puede cerrarse si no es hasta que se hayan iluminado todos los rincones donde se esconde la Bestia. Habrá que añadir, en este sentido, que la composición musical de Jorge Zamora (quien trabajó la música como una obra paralela y autónoma), redobla el énfasis en las voces que van saltando del caos mientras el canto ondula como un hilo secreto que traspasa todos los oídos.
El mayor logro del drama Tamayo es haber materializado con sincera potencia un espectro boliviano de hondas resonancias.

La poesía frente a la Historia
Aunque el drama Tamayo comienza con una imagen parecida a la ebullición de una televisión sin señal y un silencio siniestramente caótico (opuesto al silencio musical místico), son solo tres las voces que buscan comprender a Tamayo y uno el canto espectral que cifra y excede ese trío a veces coral.
Las voces hablan de Tamayo o de algo en ellos que habla de Tamayo. El canto del espectro, la poesía atenta a la evaporación de la bestialidad, desbarata las lecturas históricas de los tres personajes, haciendo desmayar a uno, ocultar a otro y vociferar al tercero.
A partir de ese punto, diríamos que el drama que nos ocupa esquiva conscientemente cualquier discurso bovarista de la otredad para explicar a Tamayo -lo cual, a estas alturas, hubiese sido una penosa ingenuidad.
De hecho, es muy posible que la ausencia de Franz Tamayo como figura articulante de la literatura en Bolivia obedezca a un resguardo frente a la imposibilidad de tratar su obra entera bajo las herramientas repetitivas y a veces burdas de la crítica y la historiografía nacional. Es muy sugerente que la intensa dimensión de Tamayo haya tenido que escapar de las chatas elucubraciones de los libros escritos sobre él para encarnar como una voz rodeada de cuerpos febriles en el escenario palpable del teatro. La interpretación dramática, al parecer, es el lugar privilegiado para la reaparición cabal de semejante espectro.
Es por eso que la poesía -como drama de la voz- opera graves transformaciones en las voces de los historiadores que, en el escenario teatral, quieren atrapar el espectro de Tamayo. Una de las voces habla de la abierta oposición de Tamayo -a quien a veces parece percibir como a un contreras destinado al fracaso. Otro personaje habla del linaje de Tamayo, y lo confunde con su propio origen y las ridículas debilidades que lo llevan a torcer las palabras del poeta para encubrir su cinismo. Y el tercero, algo adulador, habla de lo boliviano como un racimo de defectos y virtudes sacramentadas de antemano por la naturaleza. Ni para qué decir que el espectro de Tamayo, con su canto, desbarata estos discursos en tres patadas.

Dies Irae
Terminada la obra, salí del espacio escénico El Desnivel y el espectro me acompañó hasta mi casa. Con un mate de por medio, me puse a charlar con él y resulta que hay que tener mucho tacto con el espectro, porque cualquier exabrupto lo hace desaparecer.
No está demás decir que la actualización de Tamayo en el siglo XXI es un trabajo que comienza. Al boliviano le cuesta mucho verse a sí mismo, por temor a que se le aparezca la Bestia en el espejo, pero Tamayo no tiene miedo de la cara infernal. De tal manera, leerlo es imprescindible.
Isaac Tamayo, -el padre de Franz, que escribió con el nombre de Thajmara el maravilloso libro llamado Habla Melgarejo- le dijo a su hijo que la aparición del tirano en Bolivia no es un accidente cualquiera, sino el producto de los repugnantes vicios de la sociedad entera.
Franz, por su parte, publicó un ensayo llamado El Reino de la Bestia en 1920, que reaparece en el número 2 de La Mariposa Mundial en2000. Allí dice: “Fuimos mediocres e inferiores, como seguimos siéndolo en gran parte, porque las verdaderas fuerzas invisibles que son la raíz de todo progreso visible habían desaparecido del fondo de nuestra alma”.
Como suele suceder todavía, las palabras de Tamayo enardecen la ira de los empoderados. Esto se muestra ejemplarmente en un comunicado que leo en la misma revista, donde el Concejo Municipal de La Paz resuelve, un 30 de abril de 1946, “manifestar su solemne desprecio al excelso poeta y execrable ciudadano (...) en el ocaso de su miserable existencia”.

A todo esto, el espectro diría: Continente de jimios, caricatura de razón.

Dramaturgia

Tamayo

Apolíticas consideraciones sobre el nacionalismo Vol. III. Este es el subtítulo de la pieza teatral de Percy Jiménez que se presentará en La Paz todos los fines de semana de junio. Ofrecemos un fragmento de la primera escena.

Una escena de la obra Tamayo. (Foto: Carlos de Águila)

Percy Jiménez

En la cima de una montaña nevada, alrededor una planicie que se extiende al infinito. El paisaje es árido y monocromo. En la cima se ven un hombre, dos monolitos y Adonais, el espectro.
El hombre escribe, tal vez es historiador o poeta, se llama Gumucio. Los dos monolitos son la materialización del pensamiento de Gumucio, se llaman a sí mismos Medina (el flaco) y Reinaga (el bajito).
Adonais es un espectro que está por encima de todo, de esta manera, cuando aparece interfiere en el pensamiento del hombre, pero también interfiere con el desarrollo de la propia obra.
Entre todos construyen a Tamayo. Los monolitos son servidores de Gumucio, lo mismo que Adonais del espacio.

Escena 1
Amanecer fulgurante, Adonais canta, mientras Gumucio, Reinaga y Medina yacen en el piso; escriben o escuchan a Adonais cantando. Es el tiempo del espectro y el tiempo se ha salido de sus goznes. El espacio y los cuerpos ya no son concretos.

CORO (Cantando)
He aquí vueltas las horas
¡De los pasados duelos!
Este es el grande Cáucaso
que el titán diviniza,
y esta es la ninfa triste
que consoló sus males.

ADONAIS (Cantando)
He aquí de nuevo el día
que de la sombra brota,
como capullo ígneo
de renegrido tronco
Bajo el candente raso,
he aquí el monte titánico
testigo de dolores
trofeo de venganzas
Sobre las cosas una
terrible primavera,
llueve lirios y rosas
que un día al hielo hiberno
serán polvo y pavesas,
para volver un día
a ser rosas y Lirios

(Adonais calla y se recuesta allá a lo lejos, luego desaparece. Retorno a lo concreto)

REINAGA
Día 21 de noviembre de 1944, la nación despierta estupefacta ante el aviso oficial del nuevo régimen que dice: Hasta la fecha han sido fusilados X. X. X.  
Releo la nómina varias veces, como si quisiera que se quedara esculpida en mi memoria. En minutos comenzará una peregrinación de innumerables visitas de extranjeros y nacionales, incluso parlamentarios, que vendrán a pedirme intervenir confidencialmente ante el Presidente de la república. Todos habremos comprendido el texto e intención del aviso gubernamental que anuncia una larga cadena de ejecuciones.

MEDINA
Las palabras del comunicado son directas y no se pierden en explicaciones. Es… escalofriante…

(Reinaga y Medina trasladan a Gumucio hasta una pila grande de papeles muy bien ordenados que están sobre otra piedra. Luego colaboran a Gumucio en la búsqueda de algo, encuentra un papel)

GUMUCIO
(Leyendo)
Luego del conato sedicioso con epicentro en Oruro, los militares de Radepa han transportado a los conjurados hasta Chuspipata donde los han acusado de “traidores” y resuelto eliminarlos sin forma ni figura de juicio… (Para sí) Once muertos…

(Gumucio retorna a su piedra de trabajo, siempre trasladado por Reinaga y Medina)

REINAGA
¿Se puede sembrar nabos sobre la espalda del pueblo? ¿Se puede asesinar impunemente a los mejores hombres de la patria?

MEDINA
Estas frases vienen de pronto a mi cabeza, mientras cruzo por enésima vez el ancho de la oficina.

GUMUCIO
(Para sí, preocupado. En un momento Reinaga y medina vuelven a la pila de papeles y buscan entre las hojas)
Los detalles del Banditismo gubernativo están aquí, en mi memoria. Las prisiones, los destierros, la muerte… (tomando un papel de Reinaga). Es Domingo Ramírez agonizando en las puertas de la patria, sin poder obtener que se le permita morir en suelo nativo. Es Donato Dalence, muerto en el páramo al marchar al destierro. Es Abel Iturralde, desesperado en la Siberia boliviana, cabalgando hacia el confinamiento bajo los dolores de su mortal enfermedad…
(Para sí) ¡Banditismo Gurbenativo! (Anota) dicen que Pando, agónico ya y bajo el tormento de la fiebre traumática, pidió un trago de agua antes de morir, uno de sus verdugos le orinó en la boca.

REINAGA
Le orinó en la boca.

(Medina se toma el papel en el que ha escrito Gumucio, lo pega en una de las piedras, los tres lo observan. Movimiento en el Ángulo de perspectiva)

REINAGA
Día 21 de noviembre de 1944, sentado en sobre el escritorio de mi oficina, mi mente se convierte en una confusa maraña de pensamientos. No he tenido poder de reacción. Los segundos han quedado fijados en el reloj que llevo colgado en la cintura. En unos minutos más, la caterva de visitas consabidas iniciará su peregrinaje.

MEDINA
Mi memoria se evade… soy un monigote de ocho años… Estoy sentado en las faldas del presidente Aniceto Arce… alrededor, una constelación de edecanes resplandecientes de charretas y entorchados.

GUMUCIO
(Para sí)
Cincuenta y seis años antes… un niño.

MEDINA
También soy… el monigote de la mano del Obispo del Bosque… visitante espléndido, con sus trazas de príncipe mitrado… y su escolta de familiares y clérigos… jóvenes.

GUMUCIO
(Anota)
Una niñez precoz en Yaurichambi.

REINAGA
Alguien dijo alguna vez, antes o después, no lo recuerdo. Dijo:

GUMUCIO
(Para sí)
En ningún lado un amigo de la misma edad.

REINAGA
“Aunque no quiera reconocerlo, usted y su familia siempre fueron OUT SIDER”… (Enfático) ¡Triple cretino!

GUMUCIO
(Para sí, sonriendo)
¡Sí! En Yaurichambi el rey, en La Paz, el indio.

REINAGA
Debería enviar una nota.
GUMUCIO
(Para sí)
Lo anoto.

REINAGA
Para recordar a mis hermanos publicar de una vez por todas.

GUMUCIO
(Anota)
Megalomanía.

REINAGA
Las centenas de cartas de Baptista a mi padre.

GUMUCIO
(Anota)
O programa autodestructivo.

REINAGA
No les pertenece a ellos tanto como a la Historia Nacional.

GUMUCIO
(Anota)
Dos puntos, el padre.

MEDINA
También debería encomendarles una re-edición de Odas.

GUMUCIO
(Para sí, enojado)
¡Espera! ¡Espera!, volvamos.
(Anota)
Día 21 de noviembre de 1944. Punto.
(…)



Crítica

Todas las vidas que llevaste

La autora de esta nota, aparecida originalmente en su blog, autorizó a LetraSiete su reproducción.


María José Navia

Hans Ertl fue uno de los camarógrafos de Leni Riefenstahl. “El fotógrafo de Rommel”, le decían algunos porque ese general del régimen nazi parecía preferirlo a todos los demás. Huyó de Alemania para quedarse en Bolivia, filmando documentales, subiendo montañas. Es también uno de los protagonistas de Los afectos, breve y magnífica nueva novela del escritor boliviano Rodrigo Hasbún.
La novela sigue las ramificaciones de los Ertl: del camarógrafo que cada cierto tiempo tiene ganas de desaparecer y se va lejos a filmar ante la resignación de su mujer y la decepción de sus hijas (una de ellas comenta: “Irse, eso era lo que papá sabía hacer mejor, irse pero también volver, como un soldado de la guerra permanente, hasta reunir fuerzas para irse una vez más”.), a su hija Monika que se casa “para escabullirse” y luego se involucra en la guerrilla, a Heidi que vuelve a Europa o Trixi que lo observa todo.
También sigue los pensamientos de uno de los amantes de Monika (Reinhard), hermano de su marido, quien tiene con ella una relación tóxica que lo consume (“Cómo era posible que alguien que nunca me perteneció reapareciera todo el tiempo no lo sé, pero Monika siempre estaba presente, mirándome coger con otras mujeres, juzgando mi cariño de mentira…”. Y también: “Sí, si me apuran, esa es la definición de ella con la que me quedaría: la mujer que luego hizo tanto daño”).
La atención de Hasbún es la de los detalles, de la historia que se queda en los gestos. De las emociones inmensas contenidas en el silencio. En un momento, Monika vuelve a visitar a Reinhard, ya otra (y enamorada de alguien más) y la reflexión de él es inmensa: “La mujer a la que más había amado en mi vida, esa mujer cuyo recuerdo llevaba atormentándome años, la que me había ensuciado por dentro para siempre, dormía en el sillón de mi sala y era una desconocida.” Para luego agregar: “Supe, era imposible no saberlo, que ahora sí me había quedado fuera y que desde ahí daba miedo mirar”.
Los afectos es una historia contenida, engañosamente sencilla. El talento está en eso, en esa ilusión que esconde la eficiencia brillante con la que se manejan los puntos de vista (tercera persona para Hans, primera persona para Trixi, Heidi, Reinhard y un guerrillero sin nombre, segunda persona para Monika). Distintos enfoques de cámara para una familia que se desmigaja, para una novela de extraños en Bolivia y de una Bolivia extraña. Lo saben desde el comienzo también los mismos personajes, lo sabe Heidi desde niña: “La Paz no estaba tan mal, pero era caótica y nunca dejaríamos de ser extraños, gente venida de otro mundo, un mundo envejecido y frío”.
Se trata de personajes extraños, extranjeros, y también un poco sonámbulos. Personajes que no parecen habitar del todo sus propias vidas, concentrados en futuros lejanos, decisiones no tomadas o la disección brutal del presente que no permite entenderlo del todo. Dice Monika: “Te casas con un hombre que lleva el mismo nombre que tu padre y eso no te causa gracia”. (…) “En tu propia boda, al menos durante unos segundos, te sientes la mujer más sola del mundo”.
Monika teme que su vida pueda resumirse en una sola frase, que quede solo en eso (se obsesiona pensando “¿No sentir nada es sentir algo?”): “También ha empezado a pasar esto: sientes cada vez más a menudo que tu vida sí puede caber entera en una sola frase o, al menos, en unas pocas. (…) Eres la que permanece una extraña ante sí misma. La ex depresiva, la casi boliviana”.
También Trixi, la hermana “que se queda”, se vuelve una presencia algo fantasmal en la novela al asumir una posición de testigo de los actos de su familia en lugar de vivir su propia vida: “La realidad eran los periódicos que empecé a revisar en la calle (en busca de Monika), los noticieros que oía en la radio (en busca de Monika). La realidad eran los niños y adolescentes a los que enseñaba un idioma que no sabía por qué los obligaban a aprender. La realidad era la gente que se juntaba y se reproducía y permitía así que las mentiras del mundo siguieran funcionando (…) Me volví una mujer pegada a una radio. Me volví la obsesiva que revisaba de punta a canto todos los periódicos en el puesto de la esquina de su casa”.
Sin embargo, desde su posición de testigo, la memoria tampoco es refugio y así reflexiona: “No es cierto que la memoria sea un lugar seguro. Ahí también las cosas se desfiguran y se pierden. Ahí también terminamos alejándonos de la gente que más amamos”.
En un momento de la novela, Monika comenta para sí misma como un espejo brutal: “Detestas los tiempos de espera, te devuelven a lugares en los que prefieres no estar, a las vidas alternativas que no llevaste”.
Rodrigo Hasbún sabe lo que duelen los caminos no tomados y cómo afectan el presente más de lo que se cree. Para explorar eso está la literatura, tal vez. La buena, claro. La de Hasbún.

Patio interior

Terruño e invención romántica


Antes de continuar con su repaso al romanticismo, con los grandes músicos del siglo XIX, el autor hace un pequeño salto al contexto del “Nuevo Mundo” y su veloz modernización.



Juan Cristóbal Mac Lean E.

En recuerdo de Rubén Vargas


Hay como un ruido de fondo que, inevitable y agazapado, nunca deja de amenazar estas páginas. Por ellas estuvieron pasando grandes figuras de Occidente, y varias de las últimas entregas atendían al fulgor del primer romanticismo alemán, de hace dos siglos.
Y el ruido de fondo al que nos referimos viene pues de esa vieja pregunta, siempre insinuada tras algún recodo, aficionada ella a interrogarse sobre las coordenadas históricas y geográficas de los textos, de su pertinencia en relación a lejanías y distancias, cortes y fracturas idiomáticas, cognitivas o de otra laya.
¿A qué le viene, puede plantearse, por ejemplo, eso de estar hable que te hable de Platón, de Kant, del romanticismo alemán, desde un tan remoto y pequeño punto de los Andes? Un tipo de respuesta, en la que por nada quisiéramos caer, consistiría en justificarse: al estar procurando indagar sobre la poesía, es casi obligado referirse a ciertos grandes jalones históricos por los que ella pasó, es imprescindible entender ciertas cosas -como el romanticismo-, hay que comprender lo que significó en su momento el surrealismo, la posición de Mallarmé, etc…
Si bien es cierta la casi obligatoriedad de muchas referencias y temas, sin embargo, el asunto no se agota en ello, pues es de mayor calado y concierne, directa o indirectamente, casi a una ontología del ser-de-lejos, de un ex Nuevo Mundo, o si quieren ya un pos Nuevo Mundo y del lugar que se ocupa, del no-lugar en que se está, junto a los juegos de identidades con sus cruces, reflejos, distorsiones y desvíos.
Pero este no es el momento ni quizá el lugar de intentar responder a cuestiones cuya vastedad excede al espacio al que, más o menos, procuramos atenernos. Más tarde replantearemos estas cuestiones, cuando lleguemos a las costas de la poesía latinoamericana y aun nacional.
De todas formas y antes de volver a lo nuestro, recordemos aún las líneas con las que Octavio Paz cierra El laberinto de la soledad: “Somos, por primera vez en nuestra historia, contemporáneos de todos los hombres”.
Y ese libro, que sigue enormemente vigente, data de 1950. Ya tiene más de medio siglo. Se escribió antes de la llegada de Internet, antes de los smartphones y poco antes de que se desate el furor de la arrasadora globalización actual.
Si en 1950 ya le parecía a Paz (y no trataremos de retrazar aquí cómo establece tal conclusión) que los latinoamericanos habíamos llegado a ser, por primera vez, contemporáneos de todos los hombres ¿qué diría ahora ante la rápida reconfiguración de geografías y de historias que hoy se entrelazan siguiendo tan nuevas turbulencias y vectores?
En todo caso, ese hecho que vislumbraba Paz se ve hoy potencializado, sin cesar reactualizado, hasta a un punto en que, sin que centros y periferias se confundan del todo, hay de pronto una omni-ubicuidad en que se desleen de otra forma identidades y fronteras, pertenencias y raíces. Cualquiera, desde su computadora, puede conectarse con cualquier otra persona o lugar del globo, en un instante.
Entre los efectos de una situación así está también el hecho de que el legado que hace una determinada forma espiritual, un determinado arte a lo humano, de pronto se universaliza mucho más o, diciéndolo muy contradictoriamente: se da una universalización íntima, o íntima universalización y así por ejemplo cuando, ya se trate del romanticismo alemán, de una estatua hindú del siglo XII o una precolombina flecha de obsidiana mexicana, ocurre que el sólo hecho de ser hombre, no importa de dónde, ya me hace automáticamente legatario de todo eso -y también de los tesoros enterrados al fondo de los mares.
Ese es un sentido al mismo tiempo muy terrible y muy hermoso de la globalización extrema. Pero, usando ese mismo impulso, o su reverso, también debiéramos decir entonces que uno es, igualmente, el deudo, el deudor de todos los muertos y las víctimas: los indígenas acribillados, los judíos asesinados en los campos, los muertos en prisión (para lo que nos concierne, se trata del imperativo ético de estar del lado de las existencias encarceladas en Cuba, en Venezuela -y nunca del lado de los encarceladores). Que, de no ser así, tampoco nadie tendría derecho a ser legatario de nada, tal como lo planteábamos.
Todos esos razonamientos, sin embargo, aún tienen un pie en lo justificatorio al encarar la pregunta sobre los modos de pertinencia, habíamos dicho, respecto al hecho de andar escribiendo, encima en el suplemento de un periódico, sobre Platón, Kant, Novalis, etc., estando en un perdido rincón sudamericano.
Sin bien argumentos como los expuestos ya debieran bastar, por una parte, por otra no es menos cierto que nunca nadie tenía por qué esperar a la explosión demográfica y globalizadora actual para leer -con gran felicidad- textos como los que nos ocupan, en cualquier rincón del mundo. Con ello el péndulo, ya también, desdeña cualquier actitud justificativa y no se ciñe nada más que a la parte, digamos, de verdad o poesía, de cada o cualquier Obra.
Y a todo esto, ¿qué del romanticismo que nos ocupa, leído bajo tales luces? Pues precisamente es también, y en una medida nada desdeñable y paradójica, al romanticismo al que le debemos esa pulsión de universalidad desarraigada y su inesperada síntesis total o liquidación, hasta llegar a lo que hoy haríamos mejor en llamar cosmopolítica.
Y si bien es ante todo y primariamente a Kant de quien somos deudores de tal cosmopolítica, lo cierto es que ésta misma exigencia absoluta se reconoció primero, antes que en el campo de la historia y la acción, en el de la poesía y de las letras. Y ahí vino el rayo, absoluto, fatal y hasta entonces desconocido, proclamado por el romanticismo: que la vida misma, que el vivir mismo, se constituyan en poesía, ¡abreven de la poesía!
A todo esto, cualquier vínculo sagrado del habitar humano ya estaba en crisis. Y si se lanzaron, por decirlo así en masa -Holderlin a la cabeza- a ser de una buena vez aniquilados por los dioses o siquiera a sobrevivir como sus arruinados intérpretes, es porque sabían que ¡ya no había dioses!
Pero estaban aún tan presentes sus huellas pasadas. ¡Casi se las podía oler! Había que seguirlas. Y por ahí empezó a reactualizarse la tragedia inapelable en que vivimos de modos nuevos: la de la libertad individual como un absoluto.

Si bien hubiéramos querido cerrar aquí cuanto vimos e inicialmente nos interesaba del romanticismo, en los estrechos límites de nuestro proyecto, no podemos hacerlo, sin embargo, sin referirnos antes al prodigioso lugar que entonces tuvo la música. Beethoven, Schubert, Brahms, Schumann… De ellos y lo que hicieron tratará la siguiente entrega. 

In Memoriam

Rubén Vargas, el lugar de la poesía

De cómo la oportunísima gestión del desaparecido poeta-literato-periodista garantizó un espacio expectable a la poesía en la canónica Biblioteca del Bicentenario.

 
Rubén Vargas Portugal. (Foto: Alfonso Gumucio Dagron)
Martín Zelaya Sánchez

Rubén Vargas era un confeso cerrutiano. Recuerdo que una de las primeas charlas que tuvimos -en ¿2000, 2001?- fue una mini entrevista que le hice cuando daba mis primeros pasos en el periodismo.
Se me había ocurrido hacer una nota sobre Cerruto poeta, Cerruto narrador y como necesitaba una opinión sobre Patria de sal cautiva y Estrella segregada, su valía e influencia en la poética y la literatura nacional, lo primero que se me ocurrió fue acudir a otro vate, mi buen amigo Benjamín Chávez quien, honestamente, me dijo: “mejor habla con Rubén, es el mejor crítico de poesía de este país”.
¡Cuánta razón tenía!, y cuánto se me grabaron esas palabras entonces que cada vez con más frecuencia, acudía al poeta y crítico en busca de valoraciones, comentarios y reflexiones sobre este “su” tema… hasta que de pronto retomó el periodismo literario y, adiós fuente (que no adiós amistad).
A la hora de hacer memoria, la pasión de Rubén por Cerruto, la encuentro -claro- en su antología de poetas paceños “Cien años de poesía en La Paz” que elaboró hace un par de años y que atinadamente tituló Tal vez enigma de fulgor, parte de “un poema de Óscar Cerruto que quiere cifrar, así sea en el ámbito del deseo, el posible punto de encuentro entre la escritura y la lectura de los poetas…”, como lo explica en el prólogo.
Pero encuentro sobre todo -en este ejercicio de recordar- referencias de Rubén y su querido Cerruto en su defensa inquebrantable e irrebatible del autor de Cerco de penumbras, claro, pero de la poesía en general dentro de la canónica Biblioteca del Bicentenario de Bolivia (BBB).
Resulta que Rubén Vargas fue uno de los 35 miembros del Comité Editorial de la BBB. Resulta que si no fuese por él, en lugar de 16 libros, quizás máximo cuatro o cinco de los 200 que conformarán esta selección serían de poesía. (Y resulta que, para mi fortuna, me tocó seguir de cerca el proceso de selección de esta colección)
Muy avanzadas las deliberaciones, ya en las sesiones finales, cerca ya de diciembre (del año pasado) cuando se emitió el acta final, la lista preliminar de los 200 libros contaba con la Antología de la poesía boliviana, poemarios de Jaimes Freyre, Tamayo y de un par más de autores.
Luego de escuchar con paciencia argumentaciones y sugerencias de inclusión y exclusión -no olvidemos que los 200 libros de la BBB salieron en buena parte de una lista de 1.037 obras nominadas inicialmente por el Comité y decenas más de especialistas- Rubén pidió la palabra y dijo algo así como (los apuntes no siempre recogen las palabras exactas, mas sí la idea, la esencia):
“Hay que partir de cuatro autores imprescindibles, cuya no inclusión echaría por tierra la validez de esta biblioteca”. Así de contundente fue Rubén, y precisamente esa determinación, unida a su inigualable conocimiento de la poética boliviana, permitieron que este género, acaso el mejor logrado, el que más satisfacciones dio a la literatura nacional, esté representado como se debe.
Los cuatro autores, claro está, son los canónicos de inicios del siglo XX: Ricardo Jaimes Freyre, Gregorio Reynolds, Franz Tamayo y, cómo no, Oscar Cerruto.
Era, la ocasión que refiero, la tarde del 18 de noviembre, y sesionaban siete u ocho miembros de la Comisión de Literatura y Artes.
“Muchos coinciden en que el fuerte de nuestras letras es la poesía -comentó Vargas- y creo que debemos ir con esa tendencia”, y de inmediato sugirió tomar en cuenta al menos a docena y media más de autores. Su argumentación fue clara, demoledora y casi irrefutable.
No logró, claro, que el pleno del comité -que se reunió algunas semanas más tarde- aprobara todo, pero sí en gran parte por la lucidez de Vargas, la BBB cuenta hoy en día con 16 obras completas u obras escogidas de poetas; además de los cuatro citados: Jaime Saenz, Yolanda Bedregal, Jesús Urzagasti, Adela Zamudio, Edmundo Camargo, Raúl Otero Reich, Blanca Wiethüchter, Nicomedes Suárez Araúz, Antonio Terán Cabero,  Pedro Shimose, Eduardo Mitre y Roberto Echazú.
Además de Jorge Suárez e Hilda Mundy –cuyos volúmenes incluirán prosa y verso- y de la infaltable Antología de poesía boliviana.
“El libro amado debe ser, por definición, el libro inexistente o inaccesible (y debe ser también único, un solo objeto; no se puede amar una biblioteca”, escribió Rubén en 2003 para la sección “El libro amado” del número doble 11/12 de la revista La Mariposa Mundial.

Como que en este caso, hay más motivos para al menos querer un poquito más a esta Biblioteca del Bicentenario, gracias a la invalorable porfía de Rubén. Gracias totales.

Comentario

Los pasajes del truhan


Un comentario de Revolución, el nuevo poemario del chuquisaqueño Alex Aillón.



Alex Salinas 
           
Mucho he leído de Alex Aillón (Sucre, 1969), muchas veces también sin quererlo y el fragmento no siempre había sido de mi agrado. Sin embargo ahora me acerco al proyecto completo, Revolución (Editorial S, 2015) y podemos quizás comprenderlo un poco mejor.
Revolución dialoga con una larga tradición poética latinoamericana que se pregunta por el lugar de la escritura y del poeta en nuestras sociedades, durante los procesos de modernización que la ciudad promueve. Sin embargo, hoy en nuestro siglo XXI, una vez desaparecida la utopía política con la caída del Muro de Berlín (1989) y cuando el breve horizonte de futuro inaugurado por los movimientos sociales ha devenido en un proyecto de Leviatán hegemónico y autoritario, Revolución, a partir de una reelaboración poética, busca recomponer una visión hacia el futuro, con lo que hay, con lo que tenemos. Este parece ser el gran proyecto de Aillón.
En ese sentido, Aillón introduce el tema de la caída, el gran cataclismo que da inicio al viaje poético. Revierte la idea de la mujer como un mito, el acto erótico como algo que lleva al hombre más allá de lo cognoscible. La mujer, no obstante, ocupa todavía un lugar central, como el necesario detonante que lleva al poeta al vaciamiento, a encontrarse finalmente con un idioma que lo vuelva más humano.
Así, el lenguaje de Aillón es soez, deliberadamente impúdico. Se rodea de sus obsesiones, que a esta altura del juego, después de leerlo por muchos años ya, nos damos cuenta que no son sólo artículos del paisaje postmoderno sino que son verdaderos íconos de su existencia que se repiten en su obra: las figuras de la generación apaleada [beat] (de la cual Aillón se siente  heredero o quizás el último de sus mohicanos); los cybors, las referencias al Blade Runner de Ridle Scott; la lluvia cinematográfica, la de las lágrimas borradas por el temporal, pero también la del eterno símbolo de la regeneración, y de la ciudad (dónde cuando llueve, llueve en serio).
Encontramos por supuesto a sus mujeres: las imaginarias, siempre al borde de la cornisa, entre el abismo de la soledad y la completa libertad de la creación (Marilyn, Janis, Yoko); las reales, su madre, la esencial; y la muchas veces innombrada, que lo desnuda y lo reduce a un dolor vivo,  pero que también lo libera en la ciudad para “para aprender a amar en medio de las oscuridad / sin la seguridad de su destello”, para ser cuatro veces libre.
Respecto al lenguaje, debo volver a la deuda de Aillón con la generación beat estadounidense de la cual toma algunos rasgos, como el de atacar a las convenciones elitistas de la poesía, a las expectativas que se tiene de ella y acercarla al lenguaje del ciudadano de la calle para que éste se reconozca en él y comience a mirar de otra manera.
No hay en esto un regreso a un proyecto utópico aunque sí de resistencia al afán ordenador del discurso de la hegemonía política y económica del país, a la fragmentación de la convivencia social en miles de intereses individuales o partidarios.
En ese sentido, la función del artista es todavía la de un provocador, de un cuestionador de los slogans de certeza, de los pastiches del mercado y del Estado. No nos encontramos con un libro confesional (aunque algo de eso hay), la voz de Revolución es más una personae poetica, una creación dramática que casi siempre es traviesa, a veces también cruel consigo misma: “Me levanto todas las mañanas, me miro al espejo (si hasta doy pena)”, lo que le otorga el derecho a ser brutalmente franco para nombrar los paisajes de la cultura a la que se enfrenta.
Es la libertad que da la palabra y que a menudo se ignora. Las palabras, sus combinaciones, son máscaras que provienen del yo histórico, pero que sin duda lo exceden para crear una trama y tensión, una búsqueda, una caída o simplemente otorgarnos el placer de viajar por viajar.
Aunque en un principio Revolución parezca fragmentaria, observamos que los textos componen un fresco histórico-filosófico de una época, también un manifiesto respecto a la poética que le corresponde.
Cada texto, a la manera de Walter Benjamin, es más bien una suma de abreviados pasajes, iluminaciones sobre el lugar de la poesía y del poeta en la ciudad, a veces tan Charcas, tan sólo nuestra en sus referencias: “bajemos a la ciudad y pulvericemos unas cuantas comparsas, amor. Te miro y te haces enorme como un coloso. Tomamos unos cuantos rayos y millones de globos de color cruzan el universo mientras nos besamos”, pero más de las veces universal, como una extensión de una barbarie mayor a la cual la pequeña urbe andina no escapa, donde igual “suceden cosas feas” escribe Aillón, donde igual se mutilan a las mariposas y se asesinan y entierran mujeres impunemente.
Aunque la voz poética tanto circula por fuera como por dentro de la ciudad, ésta es el producto de la urbe y así como el poeta afecta e instiga a la ciudad con su lenguaje, el poeta también es afectado por la ciudad. En ese sentido, Aillón se apropia de la misma, la nombra como el centro de su reflexión poética: esta ciudad es el Imperio de los sentidos que gobernaré con palabras de hierro desde la altura del Churuq’ella”.
Con Benjamin, Aillón también comparte la visión de la historia como una catástrofe continua, una tormenta que está entre nosotros pero que llamamos progreso. Así, renuncia a toda teleología, a la confianza en un mañana mejor, lo que no obstante es aceptado sin desespero: “Dejad que las tormentas se acerquen a nosotros, porque nos enseñan que el reino es muy frágil y que su horizonte -el de la vida y el amor- es una frontera iluminada pero fugaz”.
Aillón no es pesimista, en el fondo es un romántico que nos ofrece pedazos de redención, la posibilidad de liberarnos (aun con dolor) del peso de la historia por medio del amor y la poesía: “La tarea del amor y de la poesía es dar a luz criaturas infinitas, con la capacidad de recorrer el infinito”.
Allí encontraremos la revolución, minúscula, a borbotones, como también en la ampliación de la ciudad, lejos de sus lugares comunes. No encontraremos campanarios, ni el sol descendiendo sobre rojos tejados; no encontraremos próceres, tampoco deseos de reparación.
En Revolución no hay ningún esfuerzo por ser cosmopolita, simplemente se está en la ciudad, como se está también en todas partes, dentro de una historia que transcurre en todos los lugares en el mismo momento: “Hemos muerto en Bolivia, en Teoponte, en Potosí, en Pando, en El Alto, en cualquier calle oscura de Lima, en las profundidades de Yambo en el Ecuador…”.
Como toda buena poesía, la obra de Aillón también debe preguntarse por los lugares de la belleza, aunque ésta ya no sea más eterna ni infalible, tampoco pavorosa en su enunciación. Y Aillón nos responde, aun desde su proyecto entrópico:“la belleza de las cosas se encuentra en su des/orden, en la evidente tristeza de su destino finito, en la monstruosidad feliz de su desaparición, de su fuga. Quizás de esa belleza provenga la solidaridad última del ser humano”.
He ahí tal vez la teodicea, la absolución de lo divino. Aillón da esperanza, alternativas y (quizás sorprenda), aun en la crudeza de su lenguaje, jamás renuncia a la posibilidad de Dios, aunque éste no se encuentre ya en la Selva Sagrada sino siempre en los márgenes de la existencia, a los costados de la líneas de demarcación, como mudo testigo de las formas del Apocalipsis en marcha. Acaso entonces, en un mañana no muy lejano, nos dice Aillón, comience nuestra “verdadera rebelión”.


Sombras nada más

Alguien se salva por leer a Quessep


Una celebración del poeta colombiano y de su poética, a propósito de un reciente premio que le fue conferido.



Gabriel Chávez Casazola

El poeta colombiano Giovanni Quessep (1939) ganó hace poco el Premio Mundial de Poesía “René Char” por una antología personal que reúne dos centenares de sus poemas. El premio, que distingue a la mejor obra poética publicada desde enero de 2013, fue convocado por los organizadores del emblemático Festival Internacional de Poesía de Medellín, que este 2015 cumple 25 años.
A menudo los fallos de los concursos literarios dicen poco sobre las obras premiadas, anotando apenas algunas aproximaciones generales e incurriendo en lugares comunes. Esta vez no fue ese el caso. El jurado -integrado por la mexicana María Baranda, la española Guadalupe Grande y el peruano Renato Sandoval- apuntó con lucidez algunos rasgos que definen a la escritura de Quessep.
Entre otros asertos, el fallo dijo que su poesía “es una forma de resistencia ante la desesperación y el olvido, en el límite entre el canto y el silencio, con la actitud de quien recorre un tiempo único y verdadero. Su espacio es el del exilio y la soledad pero su travesía es la del conocimiento y el paisaje interior”.
No puedo menos que coincidir con esta lectura -en especial por la afirmación de que es una poesía escrita en la frontera entre el canto y el silencio, pues así sucede exactamente-, y alegrarme con Quessep por este reconocimiento que llega tras 60 años de trabajo discreto al pie de la poesía.
Pongo el adjetivo discreto con toda intención, pues Quessep es un poeta que no hace aspavientos, al punto que aun siendo uno de los mejores poetas colombianos y latinoamericanos de la actualidad, es relativamente poco conocido en su país y menos todavía fuera de él.
Además de su talante reservado y hasta tímido, otro factor que contribuye a ello posiblemente sea el hecho de no haber escogido vivir en Bogotá ni en otra de las grandes ciudades colombianas, sino en la blanca, breve y tradicional Popayán, cerca de la frontera con Ecuador. Sin embargo, nada más lejos de él que ser un poeta municipal o provinciano. Su obra delata una mirada trascendente y un pálpito universal. 
Tuve el gusto de conocerlo y de compartir un momento a su mesa en un café esquinero del centro payanés a fines del año pasado, en una conversación marcada por su sencillez y afabilidad.
Me lo presentó Felipe García Quintero, otro poeta colombiano de gran valía que ha elegido vivir en Popayán. Felipe estuvo en Bolivia el mes pasado y me trajo un hermoso regalo enviado por Quessep: su Antología personal, publicada por la Universidad del Cauca en una cuidada edición en tapa dura a cargo de Luis Guillermo Jaramillo, que es precisamente el libro ganador del Premio Mundial “René Char”.
Enhorabuena, este premio del Festival de Medellín seguramente ayudará a acercar la obra de Quessep a más lectores, como también la reciente edición de un libro suyo, Brasa lunar, en el sello Visor Colombia, dirigido por el infatigable Federico Díaz Granados, cuya devoción por el poeta nacido en San Onofre ha sido decisiva para que muchos escritores de otros países nos interesemos por descubrirlo.
Mientras me pierdo entre las páginas de esta Antología, que abarca poemas de todos los libros de Quessep, desde El ser no es una fábula (1968) hasta  El artista del silencio (2012),  dejo en el aire un extracto del prefacio, escrito por el propio autor:
“‘El poeta no teme a la nada’. Sabe de la existencia de lo que nunca ha sido dicho, de lo que aún no tiene nombre en los ideogramas de la escritura divina: cree en la palabra, pero también en el silencio, en lo callado, en lo oculto, en lo que podría hacerse fantasma a la luz de la vigilia o abrasadora presencia en la penumbra del sueño (…). El poeta nada tiene, y entre asombros y vuelos y peligros interiores escribe su carta imaginaria y halla lo diverso y lo único, y se halla asimismo en la brasa que ilumina la noche oscura de la poesía”.
Y cierro con su inolvidable Alguien se salva por escuchar al ruiseñor: Digamos que una tarde / el ruiseñor cantó / sobre esta piedra / porque al tocarla / el tiempo no nos hiere / no todo es tuyo olvido / algo nos queda. / Entre las ruinas pienso / que nunca será polvo / quien vio su vuelo / o escuchó su canto.


sábado, 23 de mayo de 2015

Nota de apertura

Carlos Yushimito, contra la
pérdida de ambición en la literatura

De su especial interés por el estilo, el trabajo duro con el lenguaje; de sus motivaciones a la hora de armar un libro con tres antiguos relatos para publicarlo en Bolivia; de su optimismo por las letras bolivianas y de su especial lazo con el cuento habla el escritor peruano que estará en La Paz en agosto para la Feria del Libro.

 
Ilustración de Daniela Rico.
Martín Zelaya Sánchez

¿Importa más el cómo que el qué? No necesariamente, pero definitivamente sí por igual, al menos.
Dice Carlos Yushimito: “gran parte del desdén que sentimos por el estilo -al que se asocia, yo creo que irresponsablemente, con la moda o con gestos elitistas- proviene lamentablemente de la pérdida de ambición; pensamos que ya todo está hecho, que no podemos aspirar a la sorpresa ni a la originalidad”.
Dice Antonio Vera: “el de Yushimito es un libro que por sus características tiene tanto valor por el texto como por su carácter de objeto elaborado con minuciosidad y detalle. En ese sentido, nos sentimos identificados con su prosa, trabajada también con obsesivo y detallado cuidado”.
Yushimito es uno de los más destacados escritores peruanos de la nueva generación. Vera es el editor de La Perra Gráfica, y el libro es Rizoma, una colección de tres cuentos -no inéditos pero pensados como un todo especialmente por el autor para esta edición boliviana- que se presentará en la Feria Internacional del Libro de La Paz que en agosto tendrá al limeño como uno de sus principales invitados.
Feliz coincidencia de sellos característicos: el de un autor que elabora y reelabora cada palabra, frase, párrafo siempre pendiente de una alta estética; y el de una casa editora que en su corta vida -este será su cuarto título en dos años- innovó el mercado nacional con ediciones de colección, de lujo, en las que lo visual no desmerece en nada el contenido.
“La Perra Gráfica –considera Carlos- además de tener editores serios y cuidadosos, le añade un valor gráfico y material al texto, lo que me parece un lujo y una salida valiente en estos tiempos de sobreproducción e inevitable despersonalización de la actividad literaria”.
Y añade: “Aunque es importante la tarea de divulgación y circulación que tienen las editoriales, a veces es bueno recordar el valor de las ediciones limitadas, que añade otro tipo de relación con el lector que es urgente recuperar, no solo en la literatura, sino también en otros ámbitos de la cultura”.
Pero volvamos a Rizoma. En palabras de Vera, es “un conjunto de tres relatos: Rizoma, Los que esperan y Los bosques tienen sus propias puertas, publicados antes como parte de otras colecciones, y que han sido reunidos en un solo volumen porque los articula una atmósfera apocalíptica”.
En sus palabras, Yushimito coincide, pero amplia el concepto. “Diría que hay un componente apocalíptico o distópico que anima los tres relatos. Me encantaría que esta intención produjera lecturas distintas, que fueran leídos como variables posibles sobre la destrucción íntima de las personas o de la comunidad, no necesariamente de forma literal”.

- ¿Cuál es el criterio de Rizoma, qué hila o enlaza los textos incluidos? Todos fueron parte de otros libros, ¿por qué armar uno nuevo con estos?
- A partir de mi segundo libro me pareció interesante reunir historias, no solo a través de una coherencia grupal interna, sino también a partir de la naturaleza aleatoria de cada cuento.
Es decir, que cada cuento fuera como un bloque de Lego que mantuviera su autonomía, pero al mismo tiempo permitiese construir estructuras variables. Los libros pasan a ser así más que unidades inalterables (títulos, índices, versiones de los propios cuentos), combinatorias; y un autor presta más atención a su obra, en general, que a sus libros. Además, como fue el caso de Rizoma, hay temas que recién se comunican a partir de épocas y criterios distintos a los que originalmente tuvieron.
Armar este tipo de libros permite que no solo las historias sino también todo un proceso de escritura renueve cada tanto su dinámica.

- Más allá de la temática, entiendo que te interesa mucho el trabajo en el lenguaje. ¿Cuáles son tus búsquedas e intereses en cuanto al manejo de la palabra, al estilo?
- Sí, pero más que hablar del lenguaje deberíamos hablar de la mirada, del modo que tenemos de mirar las cosas. El lenguaje es solo uno de varios artificios que materializan la sensibilidad que rodea la experiencia humana; y es cierto que últimamente nos interesa mucho más la acumulación y la información de datos y experiencias que la contemplación de las cosas.
Gran parte del desdén que sentimos por el estilo -al que se asocia, yo creo que irresponsablemente, con la moda o con gestos elitistas- proviene lamentablemente de esa pérdida de ambición; pensamos que ya todo está hecho, que no podemos aspirar a la sorpresa ni a la originalidad.
Formalmente, a mí me fascina el Lugones que afirmaba que toda palabra es una metáfora muerta. Pero hay muchas maneras de reanimar el lenguaje más allá de las metáforas.

(No resistimos la tentación de copiar acá una frase de Sebastián Antezana que en esta misma edición reseña no solo dos de los tres cuentos de Rizoma, sino ante todo el aporte global de Yushimito. Sobre el manejo del lenguaje en función a las tramas de éstos cuentos (¿o viceversa?), dice el narrador boliviano: “¿es, acaso, cada desplazamiento de lenguaje, un producto monstruoso? ¿Es la literatura, efecto particular del lenguaje, gesto ficcional, un discurso bestial?).  

- Leí por ahí que algunos consideran que tu estilo puede asemejarse a Lezama Lima, un rara avis en tiempos del boom; otros que tu prosa es más tendente a lo barroco, y va en contramano de una tendencia general de narradores latinoamericanos que optan más bien por sintetizar el lenguaje, por la economía de palabras. ¿Qué piensas de todo esto?
- Mira, cuando Faulkner recomendaba que lo leyeran una cuarta vez si no lo entendían a la tercera, lo que estaba haciendo, en realidad, era interceder por una labor pedagógica de la lectura.
Para poner un ejemplo algo prosaico: cuando vas al gimnasio y ejercitas tus músculos tarde o temprano terminas por encontrar liviano lo que al principio te parecía pesado. Lo mismo ocurre con la lectura. Hay escrituras que exigen más esfuerzo al lector; pero muchas veces también ese nivel de exigencia es tan solo una cuestión de hábitos en el lector mismo.
Lo que es para uno dificultoso es para otro, digamos, un problema promedio. Dicho esto, ahora parecemos asociar inmediatamente cualquier dificultad para leer con el modelo formal barroco que es, precisamente, su exceso: un despilfarro de energía o de medios, tal como decía Jorge Luis Borges. Pero una cosa no es igual a la otra. Borges también decía que la lectura debería ser, ante todo, un acto de felicidad. Es un error pensar que la felicidad proviene únicamente de las cosas simples. Hay allí una perversión que no se limita, lamentablemente, a la literatura, sino a la vida en general.

- ¿Eres cuentista cien por ciento? Al menos, en cuanto a publicaciones, sí. ¿Por qué el cuento? ¿Cuál es tu relación particular con el género? ¿Tienes planes de incursionar en otros?
- Bueno, con respecto al cuento yo tengo una postura cada vez más militante. En primer lugar, porque la “gente importante” del sistema literario parece considerar que el cuento merece morir lentamente porque ya no es un “producto” rentable. Eso, por supuesto, tiene ciertas ventajas y desventajas para un cuentista; pero un hecho inevitable es que el cuento, no ya formalmente, sino materialmente, se acercará cada vez más a la poesía.
¿Son tan incondicionales o desprendidos los cuentistas como los poetas como para aceptar esto? No lo sé. (Ojo que este escepticismo no es mío sino de Joseph Brodsky).
Con frecuencia un buen cuentista se transforma en un pésimo novelista, y un cuento notable, en una novela con sobrepeso. Eso, que no ocurre en la lengua inglesa, sí ocurre en la española; y es claramente un problema del mercado y de los gestores del mercado.
Por otro lado, encuentro preocupante que las personas siguen teniendo ideas demasiado invariables sobre lo que debería ser un cuento: su brevedad, su remate sorpresivo, su narratividad primaria, los conjuntos coherentes, etc. ¿Por qué hemos dejado que el cuento se quede estancado en un territorio tan reaccionario?
Yo soy de la idea de que los decálogos, incluso los escritos por grandes maestros como Chéjov o Ribeyro, hay que cuestionarlos, violentarlos y si es posible contradecirlos. Hace mucho rato que falta una renovación del cuento en lengua española, tal como, sin mucho éxito, intentaron hacerlo Felisberto Hernández, Clarice Lispector o Guimaraes Rosa. Incluso Julio Cortázar.

- ¿Qué te dice Bolivia? ¿Qué conoces de su cultura? ¿Cuáles son tus expectativas de tu próxima visita a La Paz?
- Estoy viajando con una gran voluntad de sorpresa dado que es la primera vez que estaré en Bolivia. Me interesa encontrar un punto de contacto, no tanto de diferencia cultural -esas “marcas” de nuestras comidas o fiestas regionales-, sino de lazos e intercambios que se han ido perdiendo por desencuentros políticos en los últimos años.
Pienso mucho, por ejemplo, en la renovación de las vanguardias peruanas y bolivianas allá por los años 20 gracias al grupo Orkopata, el Boletín Titikaka o Gesta Bárbara, y la figura fundamental de Gamaliel Churata como mediador cultural.

- ¿Y qué de la literatura boliviana? ¿Qué autores y libros conoces?
- La literatura boliviana está pasando por un excelente momento. Hay, ahora mismo, un prestigio contemporáneo bien ganado a partir del balance positivo entre exposición internacional y calidad literaria, cosa que no siempre coincide por lástima.
Edmundo Paz Soldán, Wilmer Urrelo, Liliana Colanzi, Rodrigo Hasbún, Christian Vera, Maximiliano Barrientos, Sebastián Antezana, Aldo Medinaceli, Giovanna Rivero, William Camacho no pueden haber surgido sencillamente por generación espontánea.
Siempre hay hallazgos que uno debe buscar dentro de las fronteras y que, por alguna razón, no trascienden lo suficiente fuera de su ámbito nacional, como me pasó en Colombia con Tomás González o en Ecuador con Huilo Ruales. Por otro lado, tengo mucha curiosidad por encontrar cosas puntuales de Jaime Saenz y Víctor Hugo Viscarra.
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Libros que existen antes de existir

Antonio Vera

Rizoma tendrá las mismas características que las anteriores publicaciones de La Perra Gráfica: una edición limitada, numerada, cuya tapa e ilustraciones interiores van impresas a mano en técnica serigráfica.
Se trata de diseños exclusivos de Daniela Rico, artista gráfica que dirige La Perra Gráfica Taller y que ha realizado diversas exposiciones individuales y colectivas en Bolivia y el exterior.
Como con los tres libros anteriores -Tampoco es sudoku, de Antonio Vera (2014); Estéril, de Marco Tóxico (2014) y Flores, de Mario Bellatin (2015)-, con Rizoma apelaremos al sistema de preventa con la finalidad de que el libro exista antes de existir. Este sistema, que hoy es muy difundido y cuenta con plataformas en internet y hasta con un nombre propio (crow funding), fue utilizado de forma precursora por Mario Bellatin cuando publicó su primera novela en la agitada Lima de mediados de los 80.
En esta etapa de preventa que se inicia hoy con esta publicación, los lectores interesados en el libro pueden adquirir –en las redes sociales de La Perra Gráfica- un bono en el que se consigna el número de ejemplar que le corresponderá cuando se entregue la obra. Este sistema aspira a que el libro se financie antes de su publicación. El costo del libro en preventa es de 100 bolivianos.
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Hoja de vida

Carlos Yushimito Escritor peruano nacido en Lima en 1977. Graduado en Literatura por la Universidad de San Marcos de Lima, ha recibido una Maestría en Estudios Hispánicos en Villanova University, EEUU; y actualmente sigue estudios de Doctorado en Brown University.

Cuentista Ha publicado los libros El mago (2004), Las islas (2006), Equis (2009),
Lecciones para un niño que llega tarde (2011) y Los bosques tienen sus propias puertas (2013).

Trayectoria Fue seleccionado en 2008 como uno de los narradores jóvenes de mayor proyección por Casa de las Américas y Centro Onelio Cardoso de Cuba; y en 2010 por la revista británica Granta entre los 22 mejores narradores en lengua castellana menores de 35 años.

Alcance Fue incluido en antologías de nueve países, varios de sus relatos han sido traducidos al inglés, al portugués, al italiano y al francés, y se han publicado en revistas internacionales como Granta, The Asian American Literary Review (AALR), Alba París, Hueso Húmero, y Review: Literature and Arts of the America.


Lector al sol

Rizomas y monstruos


Una minuciosa y profunda lectura de dos cuentos de Rizoma, el libro del peruano Carlos Yushimito que la editorial paceña La Perra Gráfica lanzará en las siguientes semanas.

 
Ilustración de Daniela Rico para el libro de Yushimito.
Sebastián Antezana

El que podamos leer en el país un libro de Carlos Yushimito, y el que una editorial nacional se anime a publicarlo, son una misma feliz noticia que viene a seguir iluminando este buen primer semestre literario de 2015.
Rizoma es el título con el que La Perra Gráfica (que ya antes publicó a Mario Bellatin) ha bautizado este breve e ilustrado conjunto de cuentos, tres en total, que se publicaron originalmente en otros libros del autor peruano: Rizoma y Los bosques tienen sus propias puertas en Los bosques tienen sus propias puertas (Peisa, 2013), y Los que esperan en Lecciones para un niño que llega tarde (Duomo, 2011).     
Estos tres relatos de relativamente largo aliento -alrededor de 30 páginas cada uno en esta edición- forman un pantallazo fugaz aunque elocuente de la obra de uno de los autores latinoamericanos destacados de estos años.
Como toda antología, incluso si breve, Rizoma es desigual -en una opinión rápida diría que el cuento cronológicamente más antiguo, Los que esperan, es el mejor resuelto del conjunto, seguido de cerca por Rizoma- pero, por las voces narrativas que propone y el alcance estético de su prosa, que funciona a veces mediante una serie de pequeños estallidos que descolocan al lector y le impiden la quietud, y otras, muchas, como un proceso de hipnosis que lo sumerge en una realidad compuesta por múltiples capas que atraviesa ensoñado, se concreta como un buen libro, escrito no en pocas instancias con maestría y un dominio del lenguaje notable, y como una experiencia lectora en definitiva recomendable.  
En Rizoma, Yushimito se vale de una escritura envolvente y rica, abundante en alegorías/metáforas/comparaciones/símiles que funcionan por debajo de la literalidad explícita y recuerdan, más bien, la búsqueda constante de algo que yace en los niveles subterráneos de la referencialidad.
Así, la consecución de lo que se llama un “estilo”, una particular manera de decir el mundo, de verlo y pensarlo, en Yushimito no se restringe a la experiencia formal sino que, aunque a veces resulte desconcertante, tiende a concretarse casi en una ética, una postura ante la escritura como sistema de significaciones que quiere, al mismo tiempo, provocarla, ensancharla constantemente, pero sin llegar a quebrarla ni ponerla en crisis.
Quiero detenerme en el primero de los cuentos del volumen, Rizoma, uno de los dos mejores del libro y el que le da título. Es un relato que se presenta como una construcción deformada -casi a la manera del esperpento de Valle Inclán- de la situación gastronómica peruana contemporánea, o como un desplazamiento de la misma llevado a un extremo distópico.
Desde la perspectiva de un crítico que trabaja para una prestigiosa revista gastronómica, asistimos a un desopilante paseo por la culinaria limeña y a una reconstrucción de algunos temas que en el Perú de hoy parecen haber devenido en dogma y que en el cuento se concretan en la aparición de una raza mutante de cinocéfalos, hombres perro, caníbales portadores de un gen epidémico que lo consumen todo, incluido el propio país, en busca de saciar un hambre insaciable.
La distancia crítica respecto al referente, en este relato casi fantástico, es clara: la gastronomía se presenta como la sublimación de la pesadilla cívica, no la postergación de la sociedad sino su descomposición absoluta -una curiosa forma de anarquismo capitalista basado en la gastrocanibalia (el consumo de las propias reservas: “La evolución es, a fin de cuentas, un proceso selectivo de carácter gastronómico. Los más fuertes comen. Y los más débiles son comidos”)- que conduce a la descomposición de los discursos oficiales de la política y la cultura, aquí vueltas sobre sí mismas, comidas y procesadas.
Por otra parte, se trata de una pesadilla especulativa que tiene una clara genealogía y que no es en absoluto -si uno sigue las crónicas de la Conquista y la Colonia como manuales de usuario- ajena a la realidad latinoamericana precolombina ni, por otra parte, a la peruana actual, en la que el único estomago insaciable es el del Mercado disfrazado de pulsión nacionalista -aunque, en realidad, no necesita disfrazarse porque el Mercado es, desde ya, una de las formas más exitosas de los nacionalismos.
¿Qué más? Pues está el título, rizoma, el deleuziano gesto de reconocimiento de la inexistencia de un centro de poder/control/economía/gastronomía y, en lugar de ello, la aceptación de un sistema diseñado como una red -de restaurantes y críticos- de la que nadie puede escapar porque no tiene ningún centro, porque incluso los espacios de resistencia están cooptados, porque el tejido que nos engloba a todos asume que hay movimientos contrarios a él y, por lo tanto, los abraza de antemano, los entiende y los tolera, anulándolos.
Frente a este panorama hay, lo hemos comprobado, dos impulsos que sirven como respuesta, el utópico y el distópico. Contra el primero, el ideal utópico vulnerable a la dogmatización, contra la teoría revolucionaria que inevitablemente usa las técnicas y herramientas del sistema actual para tratar de producir en vano una transformación verdadera, el discurso distópico promueve voces que se le oponen y, así, generan maneras de mantenerlo viable.
Rizoma se enmarca, creo, dentro de esta línea, y ayudado por un humor notable logra conformar un texto realmente destacado, un desplazamiento distópico que sin embargo genera en nosotros, lectores, gracias a su capacidad narrativa, la sensación de una feliz apertura.
Por otra parte, el último de los cuentos del libro, Los que esperan, es otro acierto, incluso mayor que el anterior. En breve, es la historia de un final del mundo, un escenario esta vez no distópico sino apocalíptico en el que un periodista que trabaja en un diario cada vez más dado a la crónica roja se dedica a buscar y escribir historias sobre monstruos, personas que sufren alguna mutación (cuatro brazos, espina dorsal exagerada, aletas en los pies, etc.) y que pasan a ser exponentes del catálogo de freaks del periódico y que, para el público que los consume, son -para parafrasear a otro buen escritor- señales que preceden el fin del mundo o, por lo menos, síntomas que señalan la inminencia de escenarios catastróficos.
En el relato, la sistemática afición etimológica que asoma la cabeza varias veces entre las páginas es equivalente a la “monstruología”, una afición por desentrañar el origen de los monstruos contemporáneos -“todos los días hay cuerpos que exceden sus proporciones, cuerpos que adolecen de una fracción de normalidad o de exactitud, cuerpos que se desvían y mutan, que pierden sus modelos”-.
El gesto, entonces, parece remitir a un origen común del lenguaje y la deformidad corporal -“hasta el siglo XVII se había pensado que los seres deformes, nacidos del vientre humano, mostraban a menudo algo. Que no solo eran juegos de la naturaleza, como Aristóteles creía, sino también signos que podían leerse, interpretarse, propagarse”-que pone de manifiesto una pregunta, en el texto sugerida: ¿Es, acaso, cada desplazamiento de lenguaje, un producto monstruoso? ¿Es la literatura, efecto particular del lenguaje, gesto ficcional, un discurso bestial?
En este escenario donde la monstruosidad parece ser regla y la normalidad la excepción, Yushimito ofrece un fin del mundo a mitades desconcertante y entrañable, que nos deja con varias preguntas y también algunas certezas.
Entre ellas, la que indica que este librito -cuyo segundo cuento, Los bosques tienen sus propias puertas, dejo aquí sin comentar para delegarle la amable tarea al lector- es una muestra del talento y las intenciones narrativas de Yushimito, un escritor que, afortunadamente, ya podemos conocer en el país y que es una bienvenida buena noticia.